Escritos a instancias de mi amigo, Rubén Arribas.
La Giralda.
El camarero se inquietaba. En el cuello el moño subía y bajaba al ritmo de una respiración dudosa, empeñada en carraspear para interrumpir a la pareja. Lo que le impresionaba eran las lenguas, la deformación de los cachetes que denotaba la ansiedad.
No era la primera vez que ocurría. A lo largo de veinte años se las había tenido que ver con varios de esos degeneraditos que iban al mediodía a besarse sobre las mesas. Y siempre percibía en los dedos de las mujeres una sortija de oro, lo que aumentaba el escándalo.
Esta vez el desparpajo había sido absoluto: pidieron dos cortados, hablaron cinco minutos, y ahí nomás empezaron a toquetearse, como si estuvieran en un zaguán oscuro, o en un banco de plaza a media luz.
Si los otros clientes no se fueron entonces fue de milagro.
Claro que la orden de la expulsión vino de arriba.
La dueña del bar, detrás del mostrador, espiaba como si estuviera oculta. Y como siempre hizo, a lo largo de veinte años, inclinó la cabeza en señal de fastidio.
Entonces comenzó el carraspeo, primero susurrante, luego estridente, hasta volverse un tono hostil y vomitivo que lanzó a los enamorados a la inclemencia del sol.
Minutos después, y como siempre hizo a lo largo de veinte años en casos como este, el camarero entró al baño.
Antes del orgasmo pensó en los cachetes de la mujer. Y en la sortija. Y en la dueña del bar que también, por qué no decirlo, tenía una boca apetecible.
El canto de Cecelino.
Eso que se escucha es Cecelino cantando. Siempre se pone alegre cuando llega el correo, y entonces el hombre taciturno que corta tendones y acomoda huesos se vuelve un lírico impensado que nos lleva del escalofrío a la alegría.
Yo sospecho que hay una mujer. Pero el doctor Cecelino no larga prenda, y la seriedad de sus vendajes hace que desista de mis preguntas. Digo que se trata de una mujer porque el canto casi siempre es alegre. Una sola vez la voz se le enturbió, y la imperfección de las notas hizo pensar en un luto distinto al de la guerra. Tal vez un padre o un hermano. La abuela o la madre.
Se lo escucha de lejos, eso sí. Cecelino no es de ponerse contento cuando trabaja, y su privacidad es de él, no la comparte. Pero por suerte la música se escapa, y aunque sea con retraso las melodías nos disipan el dolor y las vergüenzas. Porque si hablo tanto del doctor Cecelino y sus canciones es para no pensar en la pierna que me falta. La pierna engangrenada que le da la mano, en estos momentos, a otras piernas engangrenadas por la batalla: sangre con sangre, y gas mostaza como telón de fondo.
Si no cantara, el doctor Cecelino me sería insoportable y odioso, como son odiosos todos los carniceros. Sé que mi lisiadura es éxito de su sierra; también sé que había que sacrificar la pierna para no sacrificarme, cosa que hubiera significado una certeza de orfandad para mis pobres hijos.
Por eso me pongo feliz cuando escucho sus notas. Y cuando mis compañeros de habitación y de desgracia se quejan “por ese cretino y su balido insoportable” (así dicen ellos) yo me echo a reír como un condenado, mientras pienso en mi carne hundiéndose en el lodo y en Cecelino, taciturno y certero, incapaz de sonreír cuando trabaja, aunque después entone, en medio de la guerra, una canción de amor destinada a una sombra.
3 comentarios:
Guau, me gustaron los dos, habias sido bueno para los relatos breves.
Recien descubro tu blog, lo ire leyendo. Me gusta.
un beso, Clara
Gracias Clara!
Tu blog está citado entre mis sitios recomendados.
Espero verte pronto.
Otro beso para vos,
Carlos
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