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lunes, octubre 22, 2007

UNCA BERMEJA

















Estos tres poemas pertenecen a Unca Bermeja (1973), uno de los poemarios fundamentales del poeta pampeano Juan Carlos Bustriazo Ortiz (1929).

UNCA BERMEJA


1
caéme la luna de las derrotas
rómpeme el aire las muchachas
que tengo en las pérfidas sienes
en la derecha costa mirla
bájase otoño de las nieblas
bájate niebla hasta mis muslos
regalaréte lengua ansiosa
hasta agoniarte y fallecérteme
hasta que mi amor póngate en yesca
rómpete taza sin ponzoña
estaráste en qué galladura
en qué preñez en que siga ardiendo
hasta quinientos o tres mil años
ay mi casada de tornasoles
mi algarroba de treinta sombras
entreilusionado no veréme
y en tus trémolos no seré padre
ay mi junca desriñonada
mi descaderada chilca augusta
ni mi partida muy serásme!

21 de otoño


2
en un caldén de agua llovida
anaranjado el quejón llámate
el que tócase el pecho malo
con un ala de rocío puro
nunca jamás habíalo visto
y eso que anduve en dos mil montes
habrá querido que así viéralo
para que oyera que llamábate
ay el quejón anaranjado
pidióme el juan para humanarse
para quejarse loco y pintado
inmóvil en sus regias plumas
he ahí que vino un chingolito
con su arpegio húmedo y verde
y el chingolo dijo tu gracia
desde un molle tirando a triste
y el que rumora “bicho-feo”
hermosamente cantó tu aura
ay en el monte ensangrentado
saquéme ojos porque comieran!


3
y quisimos soplar las aguas
donde el redondo barro písase
pero sonrióse como espejo
tan señora el agua acostada
las caderas azules negras
el ombligo negro claroso
quisimos buscar las gentes
habíanse hecho alas como humo
quisimos salvar los panes
los lingotes de hechura prieta
deshilacháronse sin un ay
en hilillos de barro verde
quisimos los artesonados
los piquillines espejuelones
entredichosos sonreíanse
barrosamente pasó una urraca
con un rosado gusanillo
no sé si un día volverá el sol
no sé si un día bajará ella


-----------------------------------[Bustriazo recitando]


Unca Bermeja o la sinfonía del lenguaje
Por C. J. Aldazábal


La primera noticia que tuve de Juan Carlos Bustriazo Ortiz (La Pampa, 1929) me llegó por correo. Eran unas fotocopias que me obsequiaron los amigos del grupo Patria de Arena: material delicado, frágil, hojas quebradizas que delataban antigüedad y olvido. Fue en el año 1998, y todavía el nombre de Juan Carlos Bustriazo Ortiz era para mí un enigma que sólo deparaba curiosidad. Pero esa curiosidad, y debo apurarme en aclararlo, pronto se trocó en admiración: ahí estaba la poesía, ahí estaba la música, ahí estaban las Elegías de la Piedra que Canta (1969), Unca Bermeja (1973) y Quetrales (1967). Una ínfima muestra de una obra grandiosa que en su mayoría no ha visitado las imprentas.
Pero ahora voy a referirme a Unca Bermeja, poemario escrito en 1973.


Unca Bermeja es un libro formado por 20 poemas. En cada uno de ellos la respiración se adensa hasta cristalizar en una máquina lingüística y musical de una perfección y originalidad inusitadas. Es una costumbre de Bustriazo hacer magia con la poesía, encantar con una armonía apelmazada en la ruralidad pampeana para luego estallar en sinfonías vitales por donde transita la belleza del mundo.
Pero el mundo de estos poemas es la mujer. Ella es la calandria, la cardenala que se recrea con un color gredoso que recuerda el mito adánico del barro primigenio. Y esto es así porque Bustriazo recrea en sus poemas el horizonte cercano de un cuerpo jadeante, un cuerpo que se explora en la palabra viva que el poeta conduce eróticamente.
Erótica de la palabra. Unca Bermeja es un lenguaje silbador, un lenguaje de payada que remite a una gauchesca vital, con un gaucho trasmutado en baqueano de la música, encantador auditivo de la llanura pampeana que respira en los poemas. Bustriazo recurre al arcaísmo para decir un mundo completamente nuevo. Radicalidad vanguardista que atesora la polisemia de vocablos antiguos, y por lo mismo novedosos, donde el ritmo silábico propone climas entusiastas que hacen de la palabra un esquema celebratorio lleno de sentido existencial. Es un juego de lenguaje donde se advierte el espesor de la existencia, una existencia que crece sobre el desierto lingüístico hasta desbocarse en la espuma de un río capaz de fertilizar los páramos del salitre.

Suelo imaginar en Bustriazo al mismísimo Yupanqui rodando por el mundo. Porque él, como el viejo Atahualpa, ha rodado por su provincia, respirando poemas en las nervaduras del pasto. El mismo pasto que se ha vuelto espinillo para parir en tierra la lombriz oxigenadora que cruza una promesa de resurrección, lombriz sanguinolenta, unca bermeja del amor que nace. Ya en Elegías de la Piedra que Canta despuntaba su precisión fatídica, abanicando a las muchachas con diminutivos acariciantes como “huesolita”, o metáforas sugerentes como “luna repetida y repetida hasta mi hueso” o “piedra que canta el canto cósmico”.
El canto cósmico de Bustriazo, es preciso decirlo, no ha cesado desde entonces, aunque el tono elegíaco a la amada, metamorfoseada en piedra cantarina, se transforma, en Unca Bermeja, en una ofrenda para su boca. Una ofrenda compleja que se despliega en imágenes de caballos y piquillines, pájaros y árboles e insectos del espacio pampeano, imágenes que son el equivalente al vestido de la tierra-mujer, la fecundadora que cobija en su humedad a las lombrices.
Es preciso aclarar que estamos frente a un poemario perfectamente realista. La tentación de hablar de “surrealismo” y de “imágenes forzadas” debe apartarse rápidamente. Recurrir a esos atajos sería desconocer la existencia de un saber rural puesto en escena, un saber que remite a conocimientos telúricos y a profundas experiencias espirituales de las sociedades premodernas, cuya magia, como un desafío al supuesto “progreso” occidental, ha permanecido en los resquicios de la América Profunda.
En Unca Bermeja Bustriazo reactualiza el orden de las cosas mientras las va nombrando. Pero son las mismas cosas que él observa las que dictan el lenguaje con que deben escribirse. Siempre he pensado que un poeta es el que puede hacer que simples enunciados lingüísticos adquieran la performatividad necesaria para que el acto poético no sea pura descripción, y la magia ocurra. Y esa magia, qué duda cabe, susurra en el lenguaje de estos poemas. Aquí también, como en Pedro Páramo, hay almas penando: “el alma del conde”, pero, fundamentalmente, el alma que canta para la boca de la tierra, el alma quejosa del poeta que se queja en dicha del decir, dicha lingüística de la sinfonía bustraziana.
Es una redundancia, pero quiero insistir: en estos poemas hay sinestesia por todas partes. Olores, colores, sabores, sonidos, texturas. Una fiesta sensorial en la que un lector desprevenido puede perder el sentido trivial de los días, mareándose en un festín de frases y esplendores, un festín lingüístico que hace de esta estética una perceptible vivencia de la poesía.
La lectura podría seguir. Los poemas incitan, desafían. La polisemia derrocha seducciones, igual que las mujeres pampeanas que crecen en las sienes de Bustriazo. Pero también es prudente el silencio para que la poesía taladre, horade por sí misma. Entonces aquí ceso, trepándome a las palabras del poeta, palabras que, por suyas, no dejan de pertenecernos a todos.

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