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sábado, marzo 31, 2007
UNA EXCURSIÓN AL ÁLAMO CAROLINA DE CONTI
Este homenaje al gran Haroldo Conti pertenece a la narradora María Cristina Alonso (Bragado, 1955). Fue enviado especialmente para este blog.
Luli muestra el álamo carolina sobre el camino que va a Warnes y dice, “es un hermoso árbol, cuando cae el sol las ramas se ponen doradas”. Luli es un hombre de anchas espaldas que ha sido alambrador y que conoce los secretos de su pueblo, el mismo que Haroldo Conti describe en el cuento Mi madre andaba en la luz, “un puñado de casitas y tapiales aparece y desparece entre los árboles. Luli se siente orgulloso de mostrarme el álamo carolina que le da el título a uno de los últimos libros del escritor de Chacabuco, desaparecido en 1976, una de las tantas víctimas de la dictadura militar. Porque Luli, el padre de Carolina, una ex alumna que me ha prometido este viaje durante varios años y al fin se concreta, si no hubiera sido alambrador y ahora transportista, hubiera sido poeta, porque él entiende, sin necesidad de teoría literaria alguna, como está contado La balada del álamo carolina, cuál es la perspectiva que elige la narrador para explicar el lento crecimiento de ese árbol que se erige solitario en el camino. “Es el árbol el que va diciendo como se llena de pájaros y como le van creciendo las ramas”, explica cuando ya estamos arriba del auto después de habernos tomados varias fotografías bajo su frondosa copa que en octubre luce exuberante. “Un árbol, en verano –escribe Conti- es casi un pájaro”.
Luli y Mabel Baez viven desde hace muchos años en Warnes, y se sienten orgullosos de pertenecer a un pueblo enclavado en la fértil llanura bonaerense que ha sido refundado en los textos de Conti y, acaso, intuyen que la realidad es apenas un apunte, un borrador del cual el escritor se apropia, da vida, corrige, reinventa. Es que los territorios literarios modifican el ámbito referencial de donde proceden. En una geografía literaria, Dublín no puede pensarse sin Joyce, Balvanera sin Borges, Santa Fe sin Saer, París sin Cortázar y Warnes y Chacabuco sin Haroldo Conti.
En el patio de los Baez, mientras se hace el asado, yo abro la primera edición de La balada del álamo carolina, la de Corregidor de 1975, de tapas verdes donde el árbol célebre del campo de Maruca Cirigliano es reproducido en una versión un poco más joven de la que yo he visto y fotografiado, un libro que perdí y recuperé muchos años después para que pudiera abrirlo en Warnes y preguntarle a Luli si se acuerda de Pampín y su boliche. Le leo:”El rostro blanco y pelusiento emergió lentamente por detrás del mostrador. Era el viejo Pampín en persona que subía del sótano al cual había caído en un descuido algunos años atrás porque la tapa estaba justo detrás del mostrador y a veces la dejaba abierta…” Luli se ríe y recuerda la vieja anécdota que todos en el pueblo comentaban, la imagen del viejo que yendo y viniendo de la balanza a los botellones de caramelos desapareció como por arte de magia y tuvo que ser extraído con unos aparejos. Luli hace un pequeño esfuerzo e intenta recuperar al viejo en sus recuerdos. Don Ramón Pampín, me dice, usaba unos botines pesados, una camisa de grafa, de esas de tela resistente, y un sombrero alto como una especie de galera, de copa redondeada con el ala finita. Tenía cara de ratón. Mis ojos bajan a las páginas de Conti que también lo describe en su cuento: “la carne se le había corrido hacia abajo como si el viejo, el verdadero, se hubiese encogido por dentro, de manera que la piel, salpicada de manchas, le colgaba de los huesos”. Me pide que siga leyendo y me va explicando, en el boliche había un olor particular, un olor diferente, ¿será ese olor a carne ahumada que señala Haroldo?
Ya no puedo saber dónde empieza y termina la literatura en la evocación de Luli, porque él ha leído los cuentos y se le entrecruzan con sus propios recuerdos.
Don Ramón Pampín, el personaje literario y el que cuenta Luli, había venido de Santa Eugenia de Fao, ayuntamiento de Touro, partido de la Coruña, pero había convertido en su propio lugar a ese Warnes polvoriento, dividido en dos por las vías del Ferrocarril Oeste, el mismo que dejó de pasar cuando las privatizaciones y ahora sólo quedan las vías muertas y la estación convertida en delegación municipal, comisaría y biblioteca.
En el recorrido que hacemos con Carolina por Warnes, siempre acompañadas por las palabras de Conti llegamos al boliche que está en una esquina, sobre la calle principal.
Es fácil adivinar, detrás de las oxidadas cortinas de metal, el mostrador oscuro, la balanza de dos platos, la vitrina con velas, agujas y ovillos de hilo, la heladera rota que servía de armario. Tomo una fotografía de la puerta que está en la ochava y casi veo a Pedro Seretti con el bolso en la mano, tomando una caña Legui mientras mira la pila de esqueletos de vino y botellas vacías.
La dueña actual de la propiedad levanta la cortina de la puerta lateral y nos permite husmear en la penumbra. Ya no hay pisos, las vigas del techo han sido desclavadas y bultos y objetos desfragmentan esos mundos que la literatura mantiene intactos. Me muestran donde estaba el sótano, pero ahora está tapado por bolsas y materiales de construcción.
Insospechadamente, un lugar se funda a partir de la escritura, la realidad no deja de ser apenas un apunte, un borrador del cual el escritor se apropia, da vida, corrige, reinventa. Bioy Casares decía que escribir era agregar un cuarto a la casa de la vida, que es otra manera de decir que la literatura duplica el mundo, imprime a la realidad un nuevo aspecto, la modifica, ejerce sobre ella una sugestiva, única percepción del entorno.
Los cuentos de Haroldo Conti construyen un espacio escriturario sobre la tranquila y sencilla vida del pueblo en donde pasó su infancia y a donde volvió una y otra vez para arrancarle personajes e historias. Como habría leído en Cesare Pavese, autor que influyó en su modelo de escritura, “Un pueblo se necesita, aunque sólo sea por el gusto de abandonarlo. Un pueblo, quiere decir no estar solo, saber que en las gentes, en las plantas, en la tierra hay algo nuestro y, a pesar de que uno se marcha, siempre nos aguarda.”
Hacia ese pueblo Conti volvía una y otra vez con su mente, es decir con su escritura que era una forma de reinventarlo. Una manera de escribir para que otros existan, de eso se trata, acaso la literatura: “..y entonces vuelvo a golpear otra tecla una y otra porque me digo que, después de todo, nadie sabrá de ellos si no es por este viejo artificio”, escribe en Los caminos pensando en sus amigos lejanos. Artificio que el escritor iniciaba en esos “prolijos viajes de la memoria”.
Porque su literatura inicia, desde la memoria, una reconstrucción de un espacio sembrado de objetos, luces y sombras, personajes que viven en la inmediatez del presente pero que pueblan la narrativa de Haroldo que los captaba en sus idas y vueltas al territorio de la infancia. En ese tono siempre evocativo el paisaje se reinventa y, cuando uno desanda esos caminos, el eternamente por asfaltar que une Chacabuco con Bragado, cuyo dinero se lo gastaron tres veces distintas administraciones, o se sienta a la sombra del álamo carolina que está en la antigua chacra de Maruca Cirigliano, o visita la casa, se encuentra con Haroldo porque como le escribiera a Haydé Lombardi “allí donde terminan los caminos, allí estoy yo”. Y seguramente viajar hacia esos territorios tiene mucho de encuentro.
La excursión al Warnes de Conti termina en la chacra de Maruca Cirigliano, la gran amiga del escritor que lo recibía siempre que llegaba desde Buenos Aires. Nos muestran el señalador de caminos que un día llevó a lo de Maruca y que miramos con esa extraña sensación que se tiene frente a los objetos que sobreviven a los hombres. Hablamos con uno de los hijos de Maruca, el hermano de Bachi: “Haroldo venía y venía siempre a esta casa, pero un día no volvió dice, era guerrillero, porque aquello fue una guerra, tal vez se lo merecía.”
Siento que Haroldo, lo que no se merece es que alguien hable así de él, que repita el discurso del poder y no confíe en ese escritor que era amigo de la casa, que absorbió ese paisaje y lo convirtió en hermosos cuentos. Ni a los Baez ni a mí nos gusta lo que estamos escuchando. Otra vez la teoría de los dos demonios, la desmemoria. Miramos por última vez el señalador de caminos en el que se lee las palabras Chacabuco y Bragado y nos vamos.
El álamo, el solitario álamo que crece en el camino, un poco antes de la estancia La Silvina, nos sigue protegiendo, en la distancia, con su frondosa copa de hojas verdes y brillantes. Junto con los pájaros, le andan aleteando las palabras de Haroldo, ese mago viejo como lo llamó Galeano. El álamo sigue erguido y hermoso gracias a personas como Luli que sabe, que en el corazón de su pueblo, la voz de Conti no se apagará jamás, aunque lo hayan secuestrado, torturado, aniquilado. Las palabras siempre son más libres, mucho más.
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9 comentarios:
Hermosa Crónica
Muy buen post...
Haroldo Conti, un capo.
De paso cañazo, hago propicia la ocasión para invitarlo a visitar www.centroalaoya.com.ar en donde volcamos escritos de distinta indole.
un abrazo
pablo
Interesante el blog futbolero.
Felicitaciones y gracias por el comentario.
Muchas gracias Vivian, ¿en qué andás?
Un beso grande,
Carlos
Hola, buen día.
Me encantaria conocer ese lugar.
Me podrias decir como llegar?
o algún contacto que me pueda ayudar?
Aguante Haroldo Conti!
Muchas gracias, saludos.
Hola Nahuel.
No lo conozco en vivo y en directo, así que no te puedo ayudar.
Pero sí, aguante Haroldo Conti
Nahuel,
si lees los cuentos vas a encontralo,
las palabras de Conti te van a llevar ahí
Saludos
Excelente. Soy Esteban H. Gómez, de Rosario. ¿Cuál es el sitio del álamo?. gracias.
estebanh543@yahoo.com.ar
Muy hermosa tu reseña . Yo estuve en Chacabuco recientemente ( diciembre del 2013), buscando los pasos de Haroldo en esa ciudad y también percibí un recuerdo falso o de compromiso que la ciudad mantiene con el escritor. Es una verdadera pena !! Tus palabras son muy bellas , te felicito
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