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miércoles, diciembre 07, 2005

EL VENDEDOR DE TIERRA

Esta entrevista la escribió Alejo González Prandi para El Vendedor de Tierra (www.elvendedordetierra.com.ar). Estuvo on line a comienzos de 2005.


“El poeta es el que carga con el desamparo del hombre”

Nacido en 1974, Carlos Juárez Aldazábal se jacta de ser poeta y salteño. Su primer libro, La soberbia del monje, lo publicó a los 22 años, en 1996, gracias a un subsidio de la Fundación Antorchas. A ese poemario le siguieron Por qué queremos ser Quevedo (1999) y Nadie enduela su voz como plegaria (2003), trabajo por el que obtuvo, en 2001, el Primer Premio del Segundo Concurso “Identidad, de las huellas a la palabra”, organizado por Abuelas de Plaza de Mayo. Anteriormente había ganado el Primer Premio Regional de Poesía de la Secretaría de Cultura de la Nación.


En esta entrevista hablamos de sus libros, pero también de sus obsesiones. Antes que nada, comenzamos con la muerte, porque escribir sobre la muerte no es un ejercicio ajeno al oficio del poeta. Así lo señaló Juárez Aldazábal al responder una de las preguntas. “La muerte de los otros también es la muerte de uno”, dijo.
Esta expresión se hace realidad en Nadie enduela su voz como plegaria, el último libro que editó. Allí los poemas hablan de aquellos a los que David Viñas ha definido como los primeros desaparecidos de la historia argentina. Vale decir, los indígenas.

“El caso de los selk´nam ocurrió después de la Campaña del Desierto, entre 1890 y 1930. Un genocidio originado en intereses económicos privados, propietarios de ovejas que veían amenazada su actividad por el nomadismo ona”.

“Lo que me llevó a escribir ese libro fue, además de mi interés por la antropología, cierta merienda que compartimos con un amigo en la casa de Anne Chapman antropóloga norteamericana autora de un libro que yo acababa de leer, El fin de un mundo. Los selk’nam de Tierra del Fuego”.

“Me sorprendió ver que la historia que ella contaba en su trabajo académico se había transformado en una experiencia humana. De eso me di cuenta cuando esa tarde Chapman habló de Lola Kiepja, su primera informante indígena, en un tono melancólico que traslucía una amistad que había superado la relación científica”.

El encuentro con Chapman y la indignación por el genocidio fueron los disparadores que lo llevaron a escribir Nadie enduela su voz como plegaria.

“Después de aquella merienda, apenas llegué a mi casa, no pude evitar escribir dos poemas que quedaron guardados entre mis papeles”.

Poesía étnica
Un año después de conocer a la antropóloga, en 1998, Juárez Aldazábal obtuvo una beca que le permitió viajar a Tierra del Fuego para poder escribir el poemario. Según rememora, uno de los argumentos que utilizó para convencer al jurado de la validez de su propuesta fue el modo en que T.S. Eliot escribió La tierra baldía.

“Eliot también se había inspirado en el libro de un antropólogo. En su caso, La rama dorada, monumental obra de Frazer sobre los mitos y las religiones de los pueblos primitivos. Creo que si hoy tuviera que citar otros modelos no podría evitar mencionar a Jerome Rothenberg, a quien en aquel momento no conocía. Él acuñó el término de etno poesía, que es lo que yo hice en forma intuitiva. Antes de conocer la poesía de Rothenberg yo pensaba en mi libro como una suerte de ejemplo de poesía antropológica. Pero es una definición demasiado vaga, porque quizá debemos pensar que toda poesía es antropológica cuando se preocupa por revelar las especificidades del ser humano en tanto ser cultural. Es más, las obras que se preocupan por respetar estas especificidades son, en mi opinión, las que generalmente alcanzan algo así como un certificado de universalidad”.

Pero estábamos hablando de la muerte.

“Nadie enduela su voz como plegaria es en el fondo una gran elegía, un gran lamento por un pueblo avasallado, por gente borrada sin ningún tipo de miramientos. Nadie hizo justicia por ellos aunque se hayan hecho muchos estudios antropológicos, poemas, diccionarios e incluso filmaciones. Lo concreto es que el capitalismo o, para decirlo con un sinónimo, la cultura occidental, impuso la desaparición de otro de los tantos pueblos originarios de América. Un proceso que se inició con la expansión del imperio español y que aún no ha terminado. En nuestros días la pelea por mantener la dignidad y sostener una identidad cultural propia es un drama que no ha perdido actualidad”.

En Por qué queremos ser Quevedo la manera de ver la muerte es otra. En el poema que le da nombre al libro, planteás una confrontación con la muerte a través de la poesía. Pero al final sostenés que somos vencidos y que lo escrito ya fue dicho por otros. ¿Cuál es, entonces, el sentido de seguir escribiendo?
Es el deseo de vencer a la muerte. En tanto deseo, es lo que te impulsa a seguir viviendo, escribiendo y actuando. Si pudiéramos vencer a la muerte no tendría sentido que siguiéramos haciendo nada. Con la certeza del triunfo, el deseo se habría vuelto realidad y no tendríamos motor que nos impulse.
Ese libro habla de varios tipos de muerte. La muerte de la infancia, por ejemplo, que es el lugar donde para mí se forma la percepción poética. Hay una recreación de la infancia, entendida como un lugar idealizado pero también angustiante, que en mi caso remite a la geografía de Salta. Además hay una serie de poemas a la muerte de mi padre, poemas elegíacos que se vinculan con una tradición inaugurada para nuestro idioma por Jorge Manrique en las Coplas a la muerte de su padre.

En ese mismo libro conviven aventuras de infancia, personajes mitológicos y situaciones cotidianas siempre acompañados por un paisaje exterior. ¿Sentís la presencia de ese paisaje como una imposición?
Los paisajes que aparecen en mi poesía no son realistas ni bucólicos. Son paisajes tamizados por la emoción. Aparecen en los poemas en tanto sirven para intensificar la emoción poética que quiero transmitir.

Señala Juárez Aldazábal que el poeta Santiago Sylvester es el “culpable” del poema que le dio título a su segundo libro, Por qué queremos ser Quevedo.

“Santiago me decía que los poetas que estamos vivos queremos llegar a ser como Quevedo, leídos y admirados cinco siglos después de nuestra muerte. Recuero que llegué a mi casa y me pregunté por qué yo quería ser como Quevedo, por qué quería insistir con la poesía. Y la respuesta fue el poema que finalmente terminó titulando el libro. Esa titulación muchas veces produjo malos entendidos, porque los que esperaban un análisis detallado de la obra de Quevedo se encontraban con un libro de poemas en tono autobiográfico”.

En esa huella que el artista va fundiendo en el tiempo, comienzan a develarse las preguntas y las obsesiones.

“En mi caso, el tema de la muerte sigue estando muy presente. Me parece injusto que uno nazca para morir, que estemos condenados a la muerte. Otro tema constante que me sigue obsesionando, a pesar del temor que me produce la cursilería, es el del amor, o el desamor, que a veces son lo mismo. Incluso en Nadie enduela su voz como plegaria hay poemas que considero de amor, pero aparecen enunciados en las voces de los onas”.

Antes te referiste a los poemas de la muerte de tu padre. ¿Estás más identificado con los poemas que refieren tus propias muertes, tus propios dolores o te identificás más desde la creación poética en la muerte de otros?
Es que la muerte de los otros también es la muerte de uno. Para mí, en función de cómo veo al mundo hoy, el hombre es un ser desamparado, y el poeta debería ser capaz de hacerse cargo de ese desamparo. En Buenos Aires yo sentí con mayor intensidad esa sensación. La misma sensación que tuve cuando murió mi padre. Toda mi poesía se refiere al desamparo. Pero también el desamparo entendido como la desprotección de los débiles frente a los manejos del poder, frente a las imposiciones de los poderosos.

A lo largo de tu poesía hay ciertas referencias religiosas, no sólo cristianas sino también de creencias populares. ¿Cuál es el origen de esa presencia?
Yo tengo una formación católica muy fuerte. En algún punto, el universo de la poética que aparece en Por qué queremos ser Quevedo tiene mucho que ver, por ejemplo, con las referencias religiosas que se encuentran en la filmografía de Lucrecia Martel. Porque siempre se trata de una mirada crítica hacia ese mundo religioso. En algunos de mis poemas hay una fuerte denuncia de los mecanismos disciplinarios de la educación religiosa. Pero también hay una fuerte crítica a la institución familiar y a ciertas mitologías familiares, como se puede leer, por ejemplo, en el poema El castillo. En general, muchas familias salteñas de clase media (la mía era de clase media baja) se inventan ascendencias fantásticas, que pueden conducir al linaje de los reyes de España, o incluso al de Carlomagno. Se recurre a la nobleza europea con el sólo fin de diferenciarse de los sectores populares, de las clases bajas, sectores vinculados con una estigmatización racial que se da la mano con la pobreza. Inventar condes y escudos era una forma de acercarse a la oligarquía. Inventar genealogías es un antídoto de las clases medias salteñas para olvidarse de la pobreza propia. Pero en Salta la oligarquía es por sobre todas las cosas una oligarquía económica. Por eso pueden cambiar los apellidos y los árboles genealógicos, pero la desigualdad y el vasallaje se mantienen.

Con el personaje de Sor Erbia en La soberbia del monje se manifiesta claramente una confrontación con la institución religiosa.
Puede ser. Lo que aparece con mayor claridad ahí es cierta idea nietzschiana, “nada se logra sin petulancia”, como dice uno de los acápites de la serie. Pero también hay un juego alegórico, porque en la figura del monje podría leerse la figura del poeta y Sob Erbia podría identificarse con la poesía. Pero Sob, maqueta de mujer, es también el orgullo del poeta, la vocación por mantener un camino propio. Si pienso en lo que Harold Bloom llamó “la angustia de las influencias” Sob Erbia vendría a funcionar, en este juego alegórico, como un antídoto. La pérdida de la fe, de la petulancia, de la soberbia, conduce al monje blasfemo (que tiene algo de poeta maldito) a la desesperación.

En el epílogo de Por qué queremos ser Quevedo, edición en la que incluiste una versión corregida de La soberbia del monje, hacés una revisión de lo que llamás una “escritura traumática”, que nace de las pérdidas y de las carencias”. Tu último libro evidentemente se aleja de esa posición “pesimista”.
En ese epílogo hablaba de “escritura traumática”, pero a esta idea la acompañaba de su opuesto, algo que, parafraseando a Walter Benjamin, se me ocurrió denominar “escritura aurática”. No quiero generalizar como lo hice en aquel momento, pero al menos mi poesía (no sé si toda poesía, insisto) se sostiene en estos extremos: la necesidad de completar con el lenguaje los vacíos, las carencias, los traumas (incluyendo el trauma mayor, el trauma de la muerte) y el deseo de evocar personajes, momentos y sitios que suelen conservar un efecto mágico (Benjamin decía que el aura es una manifestación irrepetible de una lejanía que algunas obras de arte son capaces de develar).
Pero no quiero dejar de mencionar, evitando la tentación de recurrir a Lacan, el recurso de la imaginación, que para mí es lo que hace posible cualquier procedimiento creativo. La imaginación, que no debe entenderse como un sinónimo de alucinación o de delirio, es el catalizador que dota al lenguaje de su eficacia mágica, ya sea en su sentido pesimista y traumático (por ejemplo cuando hay un tono de lamento o de elegía); o en aquellos momentos auráticos donde, por citar algunos casos, se les devuelve la voz a los que la perdieron o, a la manera de una fotografía, se congela un tiempo en el que la felicidad era algo tangible, o se le otorga encarnadura a un personaje, momento o sitio de papel, lo que vendría a constituir, y estoy pensando en voz alta, el momento aurático por excelencia, la mayor felicidad de un escritor.
Nadie enduela su voz como plegaria, y en esto voy a discrepar, no deja de ser una escritura pesimista porque se trata de una elegía. Hay momentos auráticos cuando se evoca o cuando se deja hablar a los ausentes (algo inevitable en un proyecto poético que pretende traducir una cultura ajena; inevitable y difícil si se intenta, mínimamente, respetar la diversidad cultural). Pero la tónica dominante, insisto, es el trauma y la elegía. Porque se evoca a muertos, muertos que no van a volver de sus tumbas, porque se evoca a las víctimas de uno de los tantos genocidios nacionales. Y sólo queda el pesimismo. Sobre todo el pesimismo por la fragilidad de un país periférico como el nuestro, donde los genocidios son cíclicos y los derechos a la diversidad y a la autodeterminación hermosas fantasías que se enuncian en los discursos, siempre y cuando no se toquen los privilegios de los poderosos.

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