La crítica y narradora argentina Ana María Ramb, Premio Casa de las Américas 1975, nos propone su lectura de Piedra al pecho, de Carlos J. Aldazábal, libro ganador del II Premio Alhambra de Poesía Americana, que acaba de ser publicado por la editorial española Valparaíso.
En una primera y prejuiciosa visión, la piedra puede parecer un objeto de ruda hostilidad a toda empresa poética. Y, sin embargo, la piedra, ésa que “ya no siente” como dijera Rubén Darío, puede ser también objeto poético. Carlos J. Aldazábal se atreve a este abordaje en su último libro, Piedra al pecho,Premio Alhambra de Poesía Americana 2013. Lo hace a partir de dos acápites, citas escogidas de poetas insignes: la del peruano César Vallejo: Hasta el día en que vuelva, de esta piedra / nacerá mi talón definitivo, y la del chileno Gonzalo Rojas: En cuanto a la imaginación de las piedras casi todo lo de carácter / copioso es poco fidedigno: / de lejos su preñez animal es otra, / coetáneas de las altísimas no vienen las estrellas, / su naturaleza no es alquimia sino música, / pocas son palomas, casi todas son bailarinas, de ahí su encanto.
El objeto elegido, ya investido de sus poderes, está presente en el título del poemario de Aldazábal; la piedra inicial que da en el pecho es el amor, el amor que golpea sin reverencia ni piedad:
(…) Pisándonos de cerca sin saber quiénes fuimos,
y tiritar, y rechinar de dientes,
el insobornable portero de las ruinas,
el sudor sin pan,
la sombra sin luz,
el espejo sin rostro.
(…)
En el poema “Piedra”, el autor define:
No hay raíz mineral para el desamparo. Cuando escucho el canto de una copla la memoria tiembla y reconoce. Viene del aire, sin raíz. Y es una liviandad imperdonable.
Y en “Lluvia”:
(…) Lluvia y río. Agua y tiempo. El tiempo que todo lo termina. El tiempo que pasa como agua, pero que no acaricia no consuela. El tiempo que me moja. / Golpeando contra mi cabeza el tiempo amontona sus piedras. (… )
La poesía es piedra que corre, trashumante, que no se detiene para que el musgo crezca en su superficie. En “Mientras su guitarra suena gentilmente” se adivina que lo cardinal está en el canto rodado, el canto que echa a rodar el grillo; al principio, con una retahíla infantil, y después, sin solución de continuidad, en anáfora existencial:
La ciudad despierta al asombro de una guitarra que
suena como un grillo,
de un grillo que suena como un canto.
de un canto que suena como aullido
incapaz de sacudir los cimientos del miedo:
miedo por lo que el mundo ha sido.
miedo por lo que el mundo es,
miedo por el que será sin esperanzas.
Y el grillo está cantando en tu ventana,
solitario y gentil, perdido en la molienda.
No hay duda de que todo auténtico poeta es hijo de su tiempo. En
Piedra al pecho palpita la solidaridad del autor con el sufrimiento del ser humano, en una borradura de límites entre la reflexión intimista, ensimismada, y la apelación al diálogo con el virtual lector, o con un hablante desdoblado que comparte con el poeta el mismo momento histórico. Es la piedra que quiere, como decía Miguel Hernández, saltar del corazón al mundo. En particular, hay en este libro dos poemas donde se funden las vivencias personales del hombre con la realidad social en que el artista se mueve; dos poemas que a los argentinos nos interpelan desde heridas aún en carne viva. Uno es “La jubilada”, donde…
Toda huesito jugando a la payana,
acurrucada en la luz, narrando sus historias (…)
Ella es la muerte. La muerte de Maximiliano Kosteki, Darío Santillán y Mariano Ferreyra, militantes de causas populares masacrados por la represión policial, a quienes estos versos se dedican in memóriam. El otro poema es “Extravío”; éste, un tributo a las Madres de Plaza de Mayo. Encontraremos en sus versos finales:
La memoria, traslúcida, ahora transformada en un pañuelo que nos calma los ojos, para que no duela lo perdido.
Pablo Neruda fue un hombre que hizo celebración de la vida. La práctica política y el amor no fueron sus únicas pasiones. Supo cantar también a los placeres de la mesa, y su “Oda al tomate” es bien conocida y celebrada. Carlos Aldazábal canta a la “Sopa”:
(…) No se trata de sopa, solamente.
Se trata de saber en qué momento se lavarán los platos
o cuándo cantarán las ollas sus salmos domésticos, esa forma de la profecía
que de tan cotidiana se nos vuelve invisible.
El fútbol –una pasión argentina de larga historia– tiene distinguidos cultores en literatura. Albert Camus, ex arquero en Argelia, confesó alguna vez que…”la pelota nunca viene hacia uno por donde uno espera que venga. Esto me ayudó mucho en la vida… Lo que más sé acerca de moral y de las obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol”. El mismo Neruda fue un pionero cuando en 1923 en Crepusculario, escribió el poema “Los jugadores”. Dijo Pier Paolo Pasolini, poeta y cineasta italiano: “El goleador es siempre el mejor poeta del año”. Entre nosotros, el poeta Roberto Santoro produjo poemas futboleros de alta calidad. Carlos Aldazábal recoge el guante y escribe en “Promesa de gol”:
De nuevo cabeceo un córner:
mi rabia apostada en una esquina,mi corazón, extenuado de ese cuerpo,arquero de la nada.Qué ganas de putear, de decir “basta, basta”.
No me aturdan con fuegos de artificio,
no me asfixien con horcas que no aprietan.
¡Basta!
(…)
Recuerda el colombiano William Ospina:
Fue Paul Verlaine, maestro sensorial y musical de los poetas hispanoamericanos, quien escribió en su arte poética que lo importante no es el color sino el matiz, y creo que si algo nos hemos aplicado los pueblos de este Continente es a desplegar y ahondar en los matices locales y particulares de una cultura cuyos trazos generales son cercanos.
Es difícil resistir, como lectores empedernidos, la tentación de revelar lo no dicho, lo que está más allá de la voz. Un aleteo, un rizoma, una afinidad próxima o remota nos inquieta e inspira. Como provincianos, lo que parece mínimo: el canto de los sapos, la palabra qoyllur (estella, en quichua), tan musical. O el paisaje muy latinoamericano, y el rescate del poeta y compositor salteño Ariel Petrocelli, creador de páginas inolvidables. Masticar llanto es lo seguro, / pero con dignidad es otra cosa, dice de él Aldazábal, poeta de matices locales y también nuestroamericanos.
Quisiéramos descifrar todas las tradiciones, todas las fusiones que se intuyen en la producción poética de Carlos J. Aldazábal. Pero eso equivale, tal como lo veía John Keats, a “destejer el arcoíris”. Por esa razón hemos tratado apenas, a través del goce, de espigar algunos hallazgos, para así sellar el pacto entre poeta e interlocutor. En uno de los petroglifos que cincela Aldazábal, turista de sí mismo –como él se define– encontramos grabado el nombre de otro gran poeta: Joaquín Gianuzzi, periodista también y porteño de alma y vida, que parece haber escrito estas palabras para Piedra al pecho:
La poesía no nace.
Está allí, al alcance
de toda boca
para ser doblada, repetida, citada
total y textualmente.
Tres poemas de Piedra al Pecho
Preguntas
A Joaquín Gianuzzi
Miren los vagones de subte atestados de preguntas. La más repetida es la del tiempo: hasta cuándo, cómo, dónde acaba el recorrido.
Las ruedas chillan: una vuelta sobre el riel más otra vuelta, y la mujer que lee el diario casi apaga su conciencia en ese pedazo de papel.
¡Miren los vagones de subte atestados de preguntas! Alguien dice “hola”, alguien se despide, y el aturdimiento desespera hasta las luces, a veces constantes, a veces confundidas.
En un andén vacío un viejo está sentado. Ojos severos, tragedia de la espera, perpetua fijación en esa asfixia. Mientras el infinito se apodera del ambiente, mira los vagones de subte atestados de preguntas. Pero está cansado de las preguntas, y está cansado del tiempo. Alguien le dice “hola” y él quisiera decir “adiós”. Alguien le ofrece una esperanza y él la ignora, porque conoce muy bien el tango Desencuentro. Y permanece inmóvil a pesar del impulso. Mira las puertas del subte abrirse, y cuando las ruedas empiezan a chillar, como diciéndole “adiós”, él dice “hola”, y se va para arriba, en un ascenso glorioso.
Guacamayo
Tu máscara está pintada como un guacamayo:
eso te hace hablar más de la cuenta, y ese murmullo,
atrapado en la máscara, suele ser encantador.
A veces tu máscara alucina en la noche
como una balada irresistible entonada por hadas.
Otras veces, la presión del rojo la lleva a irradiar
un aire de vergüenza: es cuando yo acepto taparme la cara
con una bolsita de cartón, de ojos pintados y boca sonriente,
ideal para andar por una avenida transitada
sin ser percibido.
Sé que querés, pero yo no me atrevo a prestarte un espejo.
La ilusión es tan buena que aterra lo real,
como bien lo señala el verde de tu máscara.
Lo único que podría alterar tu escondite
es que tu máscara deje de ser máscara
para ser guacamayo. Y ahí te quiero ver:
vos sin máscara con una bolsita de cartón tapándote la cara,
paseando por la avenida con un guacamayo al hombro:
un aterrador efecto de realidad.
Pero por ahora tu guacamayo sigue siendo máscara
y te protege, incluso cuando caminás con ojos enamorados
y todas las bolsitas de cartón de la avenida
se dan vuelta para señalarte.
Esto es cosa sabida:
no basta un arco iris para tapar las nubes
ni una bolsita de cartón para morir
con la sonrisa en la boca.
Por ahora tu guacamayo es tu máscara,
y basta esa certeza.
Nubes
Algunas parecen sacadas de cuadros de Dalí. Otras, de un documental de National Geographic: antílopes, leones, tigres de bengala, elefantes de la India. Algunas parecen postales que he vivido: un viaje en taxi con José Luis Mangieri, poeta generoso que murió de tristeza. O un viaje hacia el Perú, con destino algo incierto: ruinas de lo que fui ambientadas por sonidos de charango.
Otras tienen afición por la imagen del cine: ahí pasa Espartaco, gladiador y rebelde, prometiendo redención para los oprimidos. Y otras más pequeñas, con voz televisiva, me muestran a un jugador de fútbol gambeteando el fastidio de que quieran cobrarnos hasta el aire.
Así las veo, llevadas por la brisa de una tarde gentil: formas caprichosas en las que reposa mi cerebro, órgano inflamado, alentado a la imaginación y al recuerdo por la complicidad de este cielo de agosto.