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viernes, diciembre 22, 2006

LA SOBERBIA DEL MONJE


Pasaron diez años de la publicación de este libro.
Para que se comprenda el sentido del título, va la versión completa
de sus poemas centrales.


La soberbia del monje


Nada se logra sin petulancia
Nietzsche




Hay que escurrir las sábanas creídas
Juan Gelman


Sob Erbia

Ella tiene un amante en Berlín
para mostrarles a sus amigas
las estampillas que le llegan
(hay una con el bigote de Hitler
                     que es muy curiosa).
Lee el francés, entiende el checo
y ha realizado traducciones
de poetas clásicos a su lengua materna
para contribuir con la civilización
                                     de los idiotas.
Su padre era irlandés, por eso,
                                     aunque no se escuche demasiado,
ella posee una colección completa
                                     de música británica,
y esto debido a que los Erbia
fueron druidas enigmáticos
emparentados con la Reina.

Ella tiene un monje
que con sangre ha afirmado que la ama
(cierta vez recibió una carta
que decía "Sob te quiero", con una firma enorme,
y al figurarse a un cura masturbándose con su foto
se entretuvo con la risa por un buen rato).

Las amigas de Sob
se divierten mucho con estos cuentos.


El monje, Sob Erbia y la muerte

La tercera vez que Sob tentó al monje
fue durante un diluvio de ángeles
en el gris de un parque rioplatense:
         -Nos toca a nosotros -murmuró el del hábito.
         -¿Qué cosa?
         -Convertirnos en víctimas de la abstracción
           horrorosa que muerde el corazón de los amantes.

La primera vez que el monje
eyaculó en Sob Erbia
fue cuando en Berlín
salieron los cañones a las calles:
               -¿Viste que no era tan terrible?
               -¿Qué cosa? -respondió el sin rostro.
               -Convertirnos en dioses, aplastar las hormigas
                 que mutilaron los cuerpos.

La última vez que la hembra
comprobó las virtudes de los santos
fue durante un censo de adivinos
lanzado por un tribunal de inquisidores:
              -Sabés que no puedo -profetizó la dama.
              -¿Qué cosa?
              -Salvarte de la mediocridad que crece en las postales
                que envían los ausentes a los vivos.

La semana en que la muerte
se interpuso entre ellos
el silencio se llenó
con la neblina candente de las lágrimas.
Antes de retornar a Berlín,
                                en un convento de Salta,
el monje blasfemó sus votos de obediencia
guardando en el dolor*
la dulce iniquidad de su Sob Erbia sepultada.

*Dolor: sol calcinando el canto de zorzales.


El calvario del monje

Es un rosario largo.
Parece que las cuentas le devuelven alas
cada vez que acorta los minutos.
La túnica se prende entre la leña,
se enciende con los dedos, se incinera,
y el monje teje el rito.
El monje es muy humilde, dicen.
Lo han visto conversando
con campesinos pobres
                                        (villeros de los burgos
                                          que cosen en las fábricas
                                          pedazos de escritura)
para ofrecerles su oficio de copista,
lo han visto consolando a putas belicosas
con fértiles caricias en las tetas,
como si en el milagro de consumir la túnica
pudieran ocultarse los secretos.
El monje ha renunciado a la insolencia,
a la castidad innoble de la aurora;
sus nalgas pudorosas han sido destrozadas
por lobos travestidos en sirvientas
que llevan en el lomo estampas de Francisco,
amansador de bestias en Umbría.
El monje se ha inmolado.
Hay gotas de inocencia pegadas a su nombre,
señales de bondad aniquilada,
intentos de estallar en prédicas eternas,
en llantos incesantes,
temblores por aquellos que han caído
en la hermandad de las palabras
(son los retratos de su entrega,
de su vagar tranquilo en el convento
donde el mundo lo abrazaba).
Se sospecha que en las entrañas del monje
opera una cigarra que envía desde Lesbos las ofrendas,
telares complicados cubiertos de doncellas
que se acurrucan rezando en la memoria del muerto.
Se sospecha que el monje era un poeta
pero nadie se atreve a comprobarlo,
aunque se sabe de su entrega
en los altares humildes del vacío
(el dolor que lo consume enciende un fuego fatuo como imitando a Moscú o a Palestina. Cada vez que se mira una estrella se presiente el amor del que ha empuñado una tristeza contra sí mismo).

El retorno

Amamos el hueco,
no la inconsistencia de la carne.

Decir que un monje reza
equivaldría a decir:
                        en los cementerios
                        las ganancias son rosas

                                         o
                        todas las rosas
                        son pestañas de viento

                                        o
                       amamos los cuerpos
                       cuando se deshojan
                       bajo las rosas del sepulcro

                                       o
                       me amarías si estuviera muerto

                                      o
                       te amaría...

Pero no es un capricho
decir que un monje reza.
Decir al monje es decirnos,
retornar al poema que se esconde
                en la negritud del origen, desenterrar al poeta.
               Desenterrarnos.

Ya sé,
           ¡es tan penoso volver
           cuando el desamor es un cuerpo atenazado!
Igual no es un capricho decir que un monje reza.
Por lo menos lo digo, permito que regrese.
Lástima que amemos el hueco
y no la inconsistencia de la carne.
Lástima.
¡Sería tan bueno
decir un monje alegre!

La tristeza huele
                              a pan, a torta frita, a mate, a monje,
                              a poeta escribiéndose en la túnica,
                              a cuerpo entero.
La tristeza duele.






CJA, 1996

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Buen día poeta!

Salud por los diez!

Un beso
Marcela

C. J. Aldazábal dijo...

Pero muchas gracias...

Un beso,
C.