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martes, noviembre 21, 2006

DOS NARRADORES SALTEÑOS

Fernanda Agüero (1960) y Miguel Alejandro Dallacaminá (1983) son dos de las voces más nítidas de la nueva narrativa salteña, 
con textos que merecerían estar en cualquier antología de las que 
se editan en Buenos Aires.

Aquí va una pequeña muestra de sus interesantes trabajos. 

La Aparición

Casi un gris plomizo la tarde, invernal y despoblada, con sus árboles desnudos adormecidos de frío. El río marrón es apenas un esbozo sucio y breve cruzando la desolación del paisaje. Al fondo, como un dibujo a carbonilla, está la Villa con sus calles desiguales y sus casas desiguales y sus casas de cartón y chapa.
La tarde cae una vez más sobre el rostro de Ana sombreando de nostalgias sus ojos, callando la espera en sus labios trémulos. Junto al brasero calienta sus manos y piensa en Manú. Ha contado los días de su ausencia, vacíos, helados, sin paz. Ha cruzado mil veces su calle grabando en el barro incontables pasos. Nadie lo ha visto en ese laberinto de senderos ciegos que es la Villa y su ausencia se vuelve tan cotidiana que no asombra más que el invierno que se filtra por todas las hendijas.
La proximidad de la noche abre en su memoria los recuerdos. Manú encharcándose los pies para llegar a su ventana y avisarle que la espera en el río. Manú y sus sueños de salir de esto a cualquier precio, un día cualquiera, cuando menos lo pienses Ana y su cuerpo adolescente se perdía en el misterio para volver marcado por el insomnio.
El río la vio caminando sola por la orilla, arrojando guijarros al agua dormida, esperando al amigo.
Ana decide salir a pesar del frío, debe llegar al otro Barrio. Dicen que una imagen aparece por las noches entre los árboles del camino. No se habla de otra cosa en la Ciudad y la Virgen, a veces niña, a veces madre, emerge inexplicablemente entre súplicas y ojos incrédulos. Ana no conoce la efigie, desconoce los rezos y el cielo le parece inalcanzable, pero su joven corazón la empuja a improvisar un ruego burdo, directo, un trato de emergencia con la vida.
Cruza la Avenida y siente el viento colarse por su ropa. Descubre que no es la única, diversos grupos avanzan entre carros maniseros, vendedores de baratijas y perros asustados por la muchedumbre. Pronto se une al gentío y comienza su lento peregrinar por calles desconocidas.
Las horas transcurren frías y aburridas; los rezos llegan como olas de un extremo a otro y las voces se aúnan lastimosas. Las velas entibian el aire desde simples candeleros de hojalata multiplicados en todas direcciones como un cielo sobrevolado por un centenar de luciérnagas que titilan, se desvanecen y vuelven a aparecer.
Anochece sobre la procesión. Algunas luces se han encendido y la resaltan como un cauce espeso que avasalla las sombras. Al llegar al Puente la columna se estrecha. Por un momento los fieles olvidan sus alabanzas y se consagran a una encarnizada defensa del espacio. Tambalean las velas y los empujones acomodan nuevamente las filas. La marcha se vuelve más lenta y dificultosa y los viejos travesaños del Puente crujen por los embates despiadados de la gente.
Ana ha retrocedido y siente sus pies cansados. Un zaguán vacío la recibe y ella se abandona en las baldosas. Está casi al final del trayecto, un poco más, un esfuerzo más y llegará hasta el semblante de aquella que logra lo imposible. Afuera las voces se condensan y quedan convertidas en un suave arrullo que ablanda sus manos. Sus ojos se cierran en busca de imágenes oníricas de tardes junto al río, de arenas frías que atrapan los pies desnudos y ella ríe; a lo lejos un muchacho sin rostro se pierde irremediablemente en el vacío.
Las calles han quedado desiertas otra vez, solo las huellas sobre el barro testimonian el paso de la muchedumbre. En la bocacalle la luz mortecina pone en escena una manada de perros sin nombre que disputan los favores de una hembra indiferente.
Ana despierta entumecida, incapaz de contar las horas que estuvo allí. Mira la calle vacía y su boca maldice. Se fue el tiempo Manú, se fue la noche. Una luna transparente se evapora sin prisa sobre los techos dormidos.
Camina por la Avenida desierta divisando a lo lejos los perfiles desprolijos de la Villa. La gente ha dejado su rastro de cera derretida en las veredas, los carros de comida ostentan sus candados y su silencio y el Puente parece ahora insignificante con sus barandas descascaradas. Toma la cortada usada por quienes conocen bien el lugar y va despejando los pastos y escarchados; una bruma azulina recorre la arena húmeda y llega hasta el agua que recibe la primera claridad de la mañana.
Bajo el Puente, entre las maderas carcomidas por las pestilencias y el moho, una mancha oscura estampa su misterio y su anonimato. Ella va a su encuentro con pasos livianos y se detiene abruptamente al borde de un río siempre marrón.
El rostro lívido del amigo descansa sobre el agua, las manos mustias, el cuerpo abandonado a los delirios del barro, su boca de palabras mudas para siempre se funde en el lecho acuoso junto con su alma.
Ella quiere gritarle que la noche la ha burlado, que las calles fangosas nada le dijeron, que no pudo inventar más rezos, que el corazón le estalla sin consuelo.
Manú, ya sin rostro, desató sus sueños lejos de la Villa y olvidó sus pasos impresos alguna vez junto al río.

                         (Fernanda Agüero, del libro Durante la lluvia)


Tal vez en febrero

Necesito un camino, pequeño o infinito, de piedras o gramilla, con soles o con vientos, pero un camino que me saque de esta turbulencia urbana que empalidece mi sangre, dice la mujer mientras dibuja senderos transparentes sobre la humedad de la ventana. Del otro lado, los vapores ciudadanos tiñen indolentes de grises y opacos las casas y los pájaros, las calles y las almas.
Los dioses soplan entonces en su oído mágicas palabras ancestrales: tierra, ritos, pueblo...
Toma su bolso de aguayo y carga su ánimo sobre el colectivo; escapa como un ave ingrávida y solitaria que solo desea liberar su vuelo más allá de la tarde.
Pronto queda atrás la ciudad espesa y acerada que guarda en sus entrañas los días tediosos de la viajera. Hacia el horizonte el tiempo va rasgando pedazos de cielo azul y se adueña de la lejanía. Espacios crepusculares despuntan ante sus ojos detenidos en la inmensidad del verano.
El Pueblo queda ahí nomás, le había dicho un paisano y al pie de las montañas borroneadas por la distancia emergen las casuchas de barro y paja hermanadas por el silencio, empolvadas de sol, dibujadas sobre el paisaje ocre. Allí baja entre remolinos de polvo y angostas callecitas que serpentean y se pierden cuesta abajo. El Pueblo parece descansar envuelto en un halo cristalino de luces doradas en donde se recortan la sencilla palidez de la capilla, los lugareños con su andar pausado, las flores de papel descolorido como mariposas moribundas bajo el sol.
Con las manos en los bolsillos sigue doblando esquinas, tropezando con perros flacos y niños de mejillas púrpura, entre ponchos de colores imposibles y el olor de la leña encendida. Tiempo de carnaval, aroma de albahaca dicen las coplas cuando la noche apaga los últimos resplandores. El Pueblo despierta con las amarillentas luces de las calles; las voces se suman a los cantos de las quenas y el fuego en los bodegones comienza a armonizar sabores legendarios. La plaza resplandece y bajo sus faroles instalan sus mercancías los artesanos.
Sopla recién el viento de montaña y arrastra con su voz lejanos murmullos. Desde lugares recónditos un tropel sin límites viene levantando polvareda. La Comparsa asoma en la esquina como una masa amorfa y confusa que con pequeños pasos parece fugar hacia uno y otro lado de la cale. Al frente la soberana imagen erecta de un diablo de trapo y lentejuelas conduce al gentío a su Olimpo de cenizas, papel picado y coplas. Entre livianas nubes de harina suena el monótono y seco ritmo de las cajas y se elevan las voces graves, disonantes de la Comparsa que exhala como rezos la esencia del pasado.
Ella siente que la sangre golpea sus sienes y apura los latidos en el pecho, entonces mueve imperceptiblemente los pies acompañando la danza cadenciosa y milenaria. En las últimas filas juguetean un par de perros vagabundos y con ellos se acopla deseando con el corazón fundirse en el jolgorio de carnaval.
La Comparsa abraza a la recién llegada y la amontona para un lado, para el otro, la arroja y la recibe con su canto nocturno, la bautiza con su lluvia de harina, la embriaga con su vasija colmada de frutos fermentados que pasa de mano en mano. Rostros sin nombre danzan a su lado y ella se encanta con el brillo de esos ojos que resplandecen bajo la luna de febrero. Escucha sus voces que recuerdan dioses, promesas, tiempos desconocidos y repite alucinada como un himno de la tierra, las coplas de los otros como si fueran propias.
Pequeños pasos, para un lado, para el otro, un poco más de ese líquido extraño y dulzón que le abre los músculos y pretende llegar hasta su alma. Se prende del brazo de cualquiera y baila, encabritada y furiosa removiendo la calle con el paso aprendido, sonriendo a la nada, oliendo el sudor de la fiesta inesperada.
La Comparsa se interna por angostas callecitas de casas bajas y largas penumbras en donde relumbran escasas y menudas lamparillas, tornando barroca y fantasmal la noche, o a veces escapa como una vaho imaginario para perderse en los cerros, o se estrecha y los ojos se miran extasiados, turbios y el calor de los cuerpos fluye y golpea los rostros ebrios. El rumbo de la viajera se traza como un milagro, irrevocable.
El tiempo transcurre como en un sueño, impreciso y volátil entre cantos y abrazos de desconocidos. Ella, la viajera, desecha su nombre y su historia para esperar la madrugada pues la noche huye de sus desvaríos carnavaleros y graba en sus ojos imágenes de hombres diablos de harina y lentejuelas que apresan su cintura.
Tal vez el amanecer disuelva su modorra con su luz ambarina. Tal vez las montañas lejanas y azules o el paisaje infinito quieran habitar dentro suyo. Quiere verse incandescente, irreal, casi un pájaro díscolo batiendo sus alas de albahaca para regresar a las calles de la metrópoli y tal vez, no morir.

                         (Fernanda Agüero, del libro Durante la lluvia)


Hombre bueno

Ocurre que es un tipo demasiado bueno, y él lo sabe, pero como es demasiado bueno no anda diciéndolo ni pensándolo por ahí. Esa es su gran virtud, su defecto y su destino; porque lamentablemente si hay alguien atado a un destino en nuestra sociedad es el hombre bueno. Como es bueno, se levanta y compra pan, saluda sonriente a los vecinos, aplaude al final de los espectáculos, se tapa la boca al toser, pide permiso para entrar.
Bueno, eso está muy bien, pero no hay que confundir a un hombre bueno con un tarado. Una cosa es dejarle el asiento a las señoras y otra callarse los reclamos al mozo.
Es cierto, él se calla todos los reclamos. No protesta contra los fumadores, los gritones, los colados; sencillamente se hace a un lado.
Tampoco exageremos, no les va a sonreír además.
Él no pone la otra mejilla, sólo hace un paso al costado y olvida lo sucedido. Es un hombre bueno, tampoco es un justiciero.
Simpático.
Ocurrió que fue al cajero automático una mañana cerca de las diez. La fila no era muy larga y el sol no pegaba tan fuerte. En eso llega una señora mayor a cobrar su jubilación y como él no tenía apuro le da paso cordialmente a la doña, después fue una chica con una criaturita, no le iba a decir que no, después un muchacho que dijo estaba apurado y un abuelo que le hacía mal el sol. A todos los dejaba adelantársele y se fue quedando al final de la fila. La gente, que no es buena, supo decir las frases correctas para que les cediera su lugar, se iba la mañana y el hombre bueno parecía recién llegado con el cajero cada vez más lejos. Al mediodía miró asombrado su reloj pulsera, un rato más pensó.
Castigo divino, ser hombre bueno.
A la siesta le cedió el lugar a mucha gente más, con estas temperaturas se decía mientras caminaba hacia atrás. Por la tarde estuvo prácticamente en el mismo lugar, cada vez que la fila avanzaba llegaba alguien más necesitado que él y con un gesto cortés le indicaba que se adelantara. La gente de la noche era distinta, él también lo notó, ya no esperaban el gesto cordial ni ponían excusas rebuscadas; simplemente se colaban en los primeros y pocos lugares, algunos inclusive lo miraban camorreramente mientras se abrían paso. Tal vez se dormitó de a ratos.
Pero…
Cuando se despabiló eran como las seis y sólo había tres personas antes que él. Se apresuró a buscar la tarjeta en el bolsillo y recitó el código en su mente. Ya casi era su turno cuando comenzaron a llegar los ancianos madrugadores, iban temprano para evitar las largas colas que hay durante el día, entonces el hombre, respetuosamente, los dejó adelantarse.
O sea, ¿ya era el día siguiente?
Cada vez que pasa un día ya es el día siguiente, y el mañana de hoy se convierte en hoy del ayer, así es la vida. En esa sucesión estaba cuando cumplió una semana en la fila del cajero automático.
Notable.
Tonces el hombre bueno se lamentó por primera vez ser tan bueno, y como corresponde se arrepintió en ese mismo instante. Dejarle el lugar a la gente lo hacía sentirse bien, pero una sensación de extrañeza lo incomodaba a veces. Ocurrió que conoció una mujer, una joven hermosa a la que rápidamente le cedió el lugar, pero ella se negó a avanzar. El hombre bueno insistió, caballero, y con sus dulces modales la enamoró, estaba encantada, entró al cajero y al salir se quedó mirando como el hombre bueno le cedía el lugar a otras personas. Este hombre es único en el mundo pensó la joven y desde ese día lo visitó cada tarde en la fila del cajero. El ya no contaba los días transcurridos sin poder sacar plata, realmente no le interesaba, ahora contaba las horas que lo separaban de una nueva visita de su amada. Pasaron varios meses de amor en aquella dilación de burocracia económica, ella orgullosa le comentaba a sus amigas y parientes lo bueno que era su novio. Hasta que llegó el día en que todos fueron a conocer a tan bondadoso caballero y llegaron una tarde con la joven a la fila del cajero. El hombre bueno, después de saludar sonrientemente, les consiguió los primeros lugares de la fila.
Todo un personaje el tipo.
Justamente. Tonces él seguía con su lugar en la fila y el noviazgo de maravilla, era una linda pareja, y cada vez que él dejaba pasar a alguien su novia le regalaba unos besos. Como corresponde a la época multimedia el hecho se transformó en todo un acontecimiento y dijeron que era el récord mundial de permanencia en la fila del cajero automático. Televisión, radio, diarios, internet, en todos lados se hablaba del hombre bueno, él solo sonreía y humildemente explicaba por qué cedía su lugar. El hombre bueno se hizo famoso, gentes de todos lados querían conocerlo, él firmaba autógrafos, posaba para fotos que jamás vería y después les regalaba su lugar en la fila. Tan popular y mediático se volvió todo que la fila del cajero llegó a tener varios kilómetros y el hombre bueno tenía cada vez menos posibilidades de sacar dinero algún día.
Pobre.
Pasaron varios años, su fama disminuyó bastante, inclusive en ciudades vecinas se llegó a comentar que sólo era un mito. Pero el hombre bueno seguía imperturbable como siempre, cediendo el paso amablemente, feliz. La novia en cambio quiso que termine ese tiempo de romance en filas y anhelaba casarse cuanto antes, sería mejor que te dejaras de bondades le decía a veces, o ya basta con dejar pasar a tanta gente hombre. Los reclamos de la mujer fueron aumentando hasta que un día no volvió más. El hombre bueno la extrañaba a cada instante pero no podía negarse a su destino, debía continuar, no puedo abandonar todo por un amor, se decía a sí mismo. Al cabo de unos meses la mujer regreso con cara de pena y le comentó que estaba embarazada, él la abrazó llorando y dijo “ojalá sea varón”.
Y no se volvieron a ver nunca más, típico.
Ella fue otras veces por el cajero, pero él sólo le daba el lugar sin mirarla a los ojos.
¿Lo llevaba al bebe?
¿Quién dijo que tuvo un bebe? Crear vida es el mejor recurso contra la muerte. La situación del hombre bueno fue empeorando hasta el trauma, hasta la angustia y el silencio. Se dice que un día llego a estar parado frente a la puerta del cajero, primerito en la fila, mirándose en el vidrio opaco y que no pudo entrar, pero es sólo un rumor. Se volvió viejo rápido: el poco pelo encanecido, la espalda encorvada, los ojos tristes.
Todo muy emotivo pero… ¿cómo termina esta historia?
Hay dos posibilidades posibles: el hombre bueno llegó un día a sacar plata del cajero porque no había nadie a quien cederle el lugar, o de tan viejo se murió en la fila. Pero ninguna sucedió. Ocurre que el hombre bueno y viejo una mañana no aguantaba más el sol, buf qué calor, le dijo a un joven que enseguida le cedió el lugar.

                           (Miguel Alejandro Dallacaminá, del libro Hombre bueno)


El living de Rocío


Hay lugares en los que uno al entrar por primera vez no puede evitar creer que ya ha estado antes allí, entonces rebusca en rincones de la memoria todos los escenarios similares posibles. Hay hogares donde uno se siente como en casa y a menudo éstos coinciden con parajes ajenos y azarosos. Hay cuartos en los que uno entra y es inevitable un extrañamiento, una comezón, la misma incomodidad hecha habitación. Hay sitios que parecen cambiar con nuestra presencia y sospechamos antónimas situaciones mientras no estamos, nunca lo probaremos porque la presencia no puede llegar antes que uno, ni quedarse hasta más tarde y tampoco es cuestión de andar confiando en testigos infieles.
El living de Rocío no es como ninguno de esos lugares. En el living de Rocío el desorden hermético y las combinaciones ridículas son insoportables. Todo el tiempo busca provocarte con una estética torpe: cortinas que chocan con las paredes, floreros que no se entienden con los ceniceros, cuadros desequilibrados como espejos retrasados. Los objetos amontonados convierten al living en un universo casual que no precisa de leyes para existir y esta absurda organización es su ley.
Muñecas de porcelana sentadas en el último estante de la biblioteca con los piecitos colgando al vacío, una mesa debajo de un vidrio que transparenta teléfonos de pizzerías y rapimotos, el televisor encendido en cualquier canal, un póster de Juan Pablo segundo, una silla mecedora y enclenque, un jarrón con la cara del Che: nada tiene que ver con nada. Es tanta la tensión que algunas cosas parecieran tener ganas de huir de ese lugar.
Pero eso no es suficiente para la provocación, también está la araña colgando del techo, el sofá con gomaespuma amarillenta chorreándole, las plantas de plástico exageradamente grandes y verdes. Están las sillas de cuero de vaca donde se sienta la madre gorda de Rocío y me cuenta cómo la nena pintó ella sola los cuadros de flores, bueno en Las Rosas la maestra la ayudó un poquito, pero solo en algunas partecitas, no como a otros chicos que a esta altura del año todavía no saben ni agarrar el pincel. En Los Girasoles también me ayudó má, dice Rocío y sí porque sos chiquita, pero. Las Madreselvas, Lapachos Floridos, Las Margaritas, Los Jazmines: los cuadros empañan dos de las cuatro paredes con sus óleos primaverales.
En otra pared, en pleno living de Rocío, cuelga un pizarrón verde pentagramado junto a un gran almanaque solitario del 96 clavado con chinches. El almanaque únicamente tiene la hojita de diciembre y una foto gigante de un chico que está sentado entre libros polvorientos. El pequeño se tapa la cara con ambas manos, posiblemente llorando.


En este universo que es el living uno mismo se siente un mueble, o un adorno, o cualquier otra cosa sin vida. Hay tres puertas en el salón: una da hacia un pasillo que lleva al interior de la casa, la segunda a un pequeño baño (cuya humedad sobresaliente impidió la colocación de artículos sobre esa pared) y la tercera, que en realidad es portón, es la que da a la calle.
Por ese portón de chapa negra oxidada entra todas las noches el auto que pierde aceite en el piso del living de Rocío. La mancha de aceite se ve que está fregada, y que los diarios nunca alcanzan para impedir que la negrura llegue al suelo, y eso que hay muchísimos diarios apilados en un rincón. Cada mañana la madre de Rocío deja el diario al principio de la pila, a veces sin leerlo, y por las noches lo agarra para desarmarlo inútilmente sobre el piso antes de entrar el auto. O sea que siempre utiliza el periódico del día.
Pero por esas rupturas de rutina el segundo diario de la pila es de hace ya varios meses, cuando en la tapa salió el identikit del único asesino serial que ha habido en esta ciudad. El artículo, en la página seis, asegura que pronto capturarán al homicida, que la policía lo tiene cercado y que los inspectores han descifrado el criterio de elección de sus víctimas. Sin embargo hasta el día de hoy no pudieron apresarlo y su historia tiene cada vez más forma de leyenda popular. El diario también describe minuciosamente el primer asesinato, dice que el homicida ahorcó con sus manos a Marcela (15) en una esquina desierta de la ciudad.
En esa misma esquina, en otra época, existió un negocio de rubro indefinido llamado El Capricho, que durante la dictadura militar fue incendiado por sospechas políticas. Siempre solía atender El Capricho detrás del mostrador la cara buitre de José, con sus ojos celestes y su nariz ganchuda. Harto, José, miraba hacia atrás para gritarle a un niño sentado entre libros polvorientos que se calle de una buena vez. El pequeño se tapaba la cara con ambas manos, posiblemente llorando.


Éstas, y muchas otras cosas, conviven desesperadas en el living de Rocío.

                           (Miguel Alejandro Dallacaminá, inédito)



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