UN POCO DE HISTORIA
Es en la cultura, pero también en la familia, donde podemos atisbar una respuesta aproximada al enigma de nuestra identidad. Por eso, las pérdidas familiares en la encrucijada de la infancia son un trauma irreparable, una marca que nos sigue día a día. Nacer en la Argentina durante la dictadura de Videla, la dictadura genocida inaugurada en 1976 como un eco de las otras dictaduras latinoamericanas del momento, significó para más de 400 bebés dejar de ser quienes eran para convertirse en otros: apellidos cambiados con padres sustitutos para disimular la tortura y la muerte, la desaparición forzada de sus padres biológicos.
Esta aberración no fue más que una de las tantas consecuencias de la política de una dictadura que se llamó a sí misma “Proceso de reorganización nacional” y que tuvo por meta aniquilar todo tipo de protesta popular, toda expresión contraria a lo que ellos denominaban el “estilo de vida occidental”, expresión que en el contexto de la guerra fría servía para mostrar que se estaba del lado de los Estados Unidos.
La excusa la tenían: desde comienzos de la década del 60 partidos de izquierda, inspirados por el triunfo de la Revolución Cubana en 1959, decidieron abrazar el camino de las armas para tomar el poder. A medida que pasaba el tiempo los pequeños grupos revolucionarios fueron ganando aceptación entre la gente: en un país cuyas instituciones democráticas habían sido violentadas sin interrupción por los militares desde 1930, la lucha revolucionaria era una causa justa que acompañó, silenciosamente, la lucha contra la dictadura del general Juan Carlos Onganía, derrotado por un alzamiento popular en 1969, conocido como el “Cordobazo” que, en concomitancia con lo que había ocurrido en el Mayo Francés, se traducía en una alianza entre obreros y estudiantes.
En 1973, durante la presidencia constitucional de Héctor Cámpora, la violencia guerrillera parecía que iba a desaparecer: el peronismo, la principal fuerza política, proscripta desde 1955 por otro gobierno militar, había vuelto al poder, y los Montoneros, los guerrilleros peronistas de izquierda, habían dejado la clandestinidad para preparar, junto a Cámpora, el regreso del general Juan Domingo Perón, el líder indiscutido del movimiento. Pero dentro del mismo peronismo seguían subsistiendo, como en sus orìgenes, líneas ideológicas de derecha que competían con los Montoneros por el favoritismo del líder. Cuando éste regresó al país para asumir la presidencia el aliento hacia los Montoneros desapareció para convertirse en reprimenda.
Esto significó un retorno a la clandestinidad del grupo, y por lo tanto a la lucha armada, y una guerra civil dentro del peronismo que los enfrentaría con la Triple A, el grupo paramilitar del Ministro de Bienestar Social José López Rega, un oscuro funcionario que a la muerte del General, sucedida en 1974, se hizo más fuerte, al volverse el consejero más influyente de una endeble María Estela Martínez de Perón, quien, en 1975, convocó, por decreto, a las fuerzas armadas para aniquilar a la guerrilla, especialmente a las fuerzas del Ejército Revolucionario del Pueblo, que había asentado en el monte tucumano sus bases de operaciones. Este grupo marxista se diferenciaba de las (también marxistas) Fuerzas Armadas Revolucionarias y de los peronistas Montoneros, por su apuesta a la guerrilla rural, y fueron la excusa perfecta para que María Estela Martínez de Perón incluyera en su decreto la palabra “aniquilación”, piedra libre para que las fuerzas armadas pudieran responder con terror a lo que ellas llamaban "violencia terrorista". Con los militares combatiendo de su lado, la Triple A ya no fue necesaria.
Pero las concesiones de Martínez de Perón a la violencia de la derecha no le sirvieron para mantener las riendas del gobierno. Una Junta de Comandantes, encabezada por el general Jorge Rafael Videla, decidió darle una “solución final” al caos del país.
Lo que cambió con el “Proceso de Reorganización Nacional” inaugurado el 24 de marzo de 1976, derrocada Martínez de Perón por un nuevo golpe de estado, fue la forma de la violencia estatal. Hasta ahí, el Estado intentaba operar con un código, el código de la guerra. Una guerra en la que las fuerzas armadas y de seguridad perdieron a 675 efectivos, antes de desquitarse desapareciendo a 30.000 personas.
La “solución final” planeada por los mismos militares que durante el gobierno de Martínez de Perón ya habían logrado desbaratar los principales focos de las guerrillas urbanas y rurales, significaría un terror más profundo, una violencia más terrible porque actuaría en las sombras, porque escondería nombres, porque torturaría, porque hablaría de “desaparecidos” en vez de muertos. Porque ya no habría tumbas en donde llorar nombres. Las víctimas serían todos los que se habían atrevido a imaginar un país distinto, un país más justo: intelectuales, sacerdotes, maestras, políticos, músicos, artistas. Pero también obreros y estudiantes. La sociedad civil en su conjunto.
En 1977, las denuncias asentadas en Ginebra contra el gobierno argentino por violación a los derechos humanos eran alarmantes: 2.300 asesinatos políticos, unos 10.000 arrestos por causas políticas y la desaparición de entre 20.000 y 30.000 personas, muchas de las cuales fueron arrojadas al río de la Plata durante los tristemente célebres “vuelos de la muerte”, que se hicieron conocidos internacionalmente por las confesiones de Silingo, un marino retirado, quien en los 90 se dedicó a narrar el procedimiento de un delito ya documentado en el informe “Nunca más”, de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), redactado en setiembre de 1984 durante la presidencia de Raúl Alfonsín, el primer presidente democrático elegido luego de la dictadura.
Pero entre los crímenes del “proceso de reorganización Nacional” hubo uno particularmente macabro: el secuestro de menores. Para la mentalidad de los golpistas, cualquier destino era mejor para estos chicos que dejarlos con sus padres, acusados de subversivos por el régimen, y por lo tanto considerados “enfermos sociales” que debían desaparecer. Incluso si los niños estaban en el vientre de sus madres, se secuestraba a las jóvenes para llevarlas a maternidades clandestinas donde esperaban que nazcan sus bebés antes de desaparecerlas. Un ejemplo más de lo que significaba la frase hecha de “la solución final”.
En marzo de 1981, Videla fue sucedido en la presidencia por el teniente general Roberto Viola, sustituido en diciembre del mismo año por el comandante en jefe del Ejército, el teniente general Leopoldo Galtieri, cuyo gobierno consiguió el apoyo casi unánime de la ciudadanía en abril de 1982 al ocupar por la fuerza las islas Malvinas, territorio reclamado por Argentina desde que el Reino Unido lo invadiera en 1833. Esta locura militar, utilizada por el régimen para perpetuarse en el poder, fue una salida hacia adelante para ocultar sus crímenes. Pero la apuesta fracasó. Gran Bretaña, amiga de la dictadura en su lucha contra las amenazas al "estilo de vida occidental", esta vez se transformó en enemiga y ganó la guerra. El triunfo británico obligó reemplazar a Galtieri por el general de división Reynaldo Bignone, y abrió las puertas, finalmente en 1983, a lo que parece ser la instauración definitiva de la democracia en la Argentina.
Pero aún en democracia la mayoría de los crímenes de la dictadura continuaron y continúan, incluso ahora, impunes. La claudicación de Raúl Alfonsín al impulsar la sanción de las leyes de punto final y obediencia debida significó un retroceso en la lucha por el esclarecimiento de la verdad y el castigo a los culpables. Fue una forma de cerrar el Juicio a las Juntas sin que haya más encarcelados.
Sin embargo, esas dos leyes, sancionadas el 23 de diciembre de 1986 y firmadas por Alfonsín el 4 de junio de 1987, no fueron más que un preámbulo a los indultos del presidente Carlos Menem quien, el 29 de diciembre de 1990, cerró el círculo de la impunidad inaugurado por Alfonsín al dejar en libertad a los pocos genocidas presos. La excusa, esta vez, fue sanar las heridas del pasado reciente y reconciliar a los argentinos.
Durante el gobierno del actual presidente, Néstor Kirchner, una fuerte voluntad política parece estar yendo en sentido inverso: así lo demuestra la anulación de las leyes de la impunidad por medio de la ley 25.779, promulgada el 2 de setiembre de 2003.
Lo cierto es que mientras tanto las organizaciones civiles continuaron luchando silenciosamente por la verdad, asociaciones formadas en el dolor y en el luto: familiares de desaparecidos, madres e hijos de desaparecidos. Y Abuelas. Las incansables luchadoras por recuperar a sus nietos. Las que lograron restituirle la identidad a 77 víctimas de la dictadura, las que siguen peleando para que haya verdad y justicia para los más de 400 chicos restantes, los bebés perdidos que siguen sin saber quiénes son, dónde están sus padres, por qué no están sus padres, por qué los desaparecieron a ellos y a sus padres. Que siguen sin saber, pero que algún día van a poder hacerlo.
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